El otro día me pasó una cosa curiosa. Estaba hablando con
una persona extranjera y me puse a
rememorar el pasado explicándole cosas de España. Y me di cuenta de lo que ha
cambiado este país; de repente el pasado reciente de España me hizo sentir por
un lado una orgullosa añoranza de lo que éramos y por otro una sensación de
estar relatando, una realidad más propia de un país del tercer mundo, que un
país Europeo de hace menos de una década.
Me acorde de alguna escena típica
de mi niñez y adolescencia, cosas que en España pasaban aun, quizá ya de manera
residual, hace apenas diez años. Uno de los primeros recuerdos que me vino a la
mente fue el un domingo cualquiera de primavera a eso de las once o las doce.
Oír música de pasodoble y asomarme al balcón. Y allí estaba todo el barrio
asomado, viendo un espectáculo familiar y querido. Un familia de gitanos, en la
que mientras un chico joven toca el teclado, el padre, de riguroso negro y
sombrero bien calado hace bailar en un taburete a una simpática cabra. Mientras,
la madre, recoge las monedas que los vecinos le lanzan desde los balcones. Hace
tiempo ya que los gitanos de la cabra no pasan por el barrio. Pero si bien,
quizá la más pintoresca, no fue la única escena que me vino a la memoria.
Recordé otro sonido entrañable,
un sonido mágico, como música de hadas del bosque; la flauta del afilador. Ese
hombre ya entrado en años, que tocaba su flautilla de madera con tanta gracia,
intercalando entre escala y escala gritos de ¡Afilador! Ese hombre trabajador e
ingenioso, ese hombre que llevaba caminando, para no gastar combustible, el
ciclomotor a cuya rueda trasera había acoplado una correa que hacía girar la
piedra de afilar.
Otra cantinela típica era la de
la furgoneta del tapicero “el tapicero, ha llegado el tapicero hasta su propio
domicilio, tapizamos sillas, sillones, mecedoras, descalzadoras y toda clase de
muebles”
De ámbito quizá más rural era el
celebre y odiado colchonero (odiado por su manía de aparecer por el pueblo un
sábado las nueve y media de la mañana) “El colchonero cambiamos su viejo
colchón de lana por uno nuevo, venta directa de fabrica, Flex, Normabloc,
Pikolín” En realidad no te cambiaba el colchón de lana por uno nuevo, pero lo
aceptaba como parte del pago.
Y por último el veraniego
melonero. Esa furgoneta blanca, que circulaba con la puerta trasera abierta,
parándose cada veinte metros. “Melones, melones a cala y a prueba” Solía vender
también sandias y si la mercancía era de calidad, efectivamente era a cala y a
prueba. Es decir te daba a probar de un melón que tenia empezado y que era el
más maduro. Con ellos solían engañar a las señoras vendiéndolas el más verde.
Esto hacia que como había varios meloneros, las señoras evitaran al que les
había vendido uno muy verde alguna vez. No obstante recuerdo que como el melón
era un manjar, asequible pero manjar, su compra, “era cosa de hombres” y los
señores del barrio intentaban adivinar el grado de madurez golpeando la fruta y
oliendo el culo del melón. Igualito que ahora, que te tienes que poner guantes
desechables para tocar una sandia.
¿Y a cuento de que les rememoró
tan cercano pasado? ¿Me he convertido en el abuelo Cebolleta? Bueno, en parte,
pero el motivo es que obviamente estos recuerdos hicieron surgir en mí una
serie de preguntas. La primera es obligada, ¿dónde está esta gente? ¿muertos
todos? No lo creo. A lo mejor la respuesta viene por la segunda pregunta, ¿por
qué contar algo que era absolutamente normal me dio la sensación de ser algo
tercermundista y subdesarrollado? Mucho hemos cambiado en los últimos años.
España creció económicamente y al que más o al que menos le cayó alguna migaja
del pastel. Y los españoles cambiamos, como si de repente nos creyésemos ricos.
La gente ya no tenía un negocio o una tienda en el barrio, ahora se decía
empresaria. Pasamos de ahorrar como hormigas, fruto de una sensación de
carestía histórica, a invertir y gastar. Si el españolito de antes aspiraba a
tener cuatro “perras” a plazo fijo, de repente nos dio por comprar acciones.
Después de las acciones vino la vivienda, hubo gente que pidió prestamos e
hipotecas, después de pagar con esfuerzo su casa, para comprar un segundo piso
o una plaza de garaje (cada uno según podía) con la única intención de
especular. Sí, ya no soñábamos como bobos con un apartamento en tercera línea
de playa en Gandia o un chalet en la sierra para el fin de semana. Ahora
especulábamos en vivienda. Recuerdo cuando la gente que no tenia casa en el
pueblo envidiaba a los que sí la tenían y podían veranear casi gratis. Ahora
eso de las vacaciones en el pueblo era un atraso, había que especular, ganar
dinero e irse de vacaciones lo más lejos posible. Si no había dinero para
vacaciones llamabas a unos señores que salían por la tele ( y es España si algo
salé por la tele es bueno y de fiar) que te daban 3.000 € sin preguntar mucho,
como los españoles de a pie tampoco preguntábamos (porque éramos consciente de
que no íbamos a entender la respuesta) al final devolvíamos 5.000. En
definitiva los españoles nos pensamos que esto era jauja. Dejamos de ser
albañiles que hacían chapuzas por su cuenta para ser empresarios de la
construcción, con un chalet adosado hipotecado y un BMW, más gordo que el del
vecino para no parecer tonto, pagado con un crédito personal.
Y ahora después de que el
espejismo de la abundancia desapareciese, seguimos con la idea de que tener un
negocio es de tontos, hay que ser empresario. La crisis nos ha quitado muchas
cosas, pero la abundancia nos quito algo más grave. La humildad y las ganas
para trabajar duro, muy duro. Ahora nos avergonzamos de ese afilador, o de ese
melonero, de esos trabajadores honrados, humildes y abnegados, que con la única
ambición de sacar adelante a su familia, con dignidad y sin lujos, levantaron
este país. Si algo nos ha perdido históricamente a los españoles ha sido el
orgullo. En tiempos pretéritos, todos soñaban con ser nobles, o al menos
“cristiano viejo”. Mucho tiempo después, cuando se nos dio la oportunidad de
estudiar, todos quisimos un hijo abogado y mirábamos con desprecio al hijo del
vecino, que debía no ser lo bastante listo porque no había ido a la
universidad, sino que había hecho formación profesional. Y ahora si no tienes
un BMW pues debes ser bobo o dedicarte a vender melones de puerta en puerta.
Ese es el gran defecto de nuestro país que no solo soñamos con ser cosas que no
somos, sino que nos creemos nuestros sueños y nos negamos a despertar de ellos.
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